Comentario
Es cierta la flexibilidad de Nicolás V, pero no fue menos rígido que Eugenio IV en la defensa del fundamento teórico de la autoridad papal. Durante su pontificado se realiza una importante exposición de esos fundamentos por pensadores al servicio de la sede apostólica. Es el caso de los cardenales Juan de Torquemada y Bessarión, de Pedro del Monte, Juan de Capistrano y Rodrigo Sánchez de Arévalo. Las dificultades recientemente superadas dejaron en todos una viva desconfianza hacia la convocatoria de concilios.
El cansancio general favorecía que Nicolás V pudiese ser el Papa de la concordia; es general la sensación de que se entra en una nueva etapa de la que el jubileo de 1450 constituye el primer acto. Las brillantes ceremonias del jubileo y el considerable número de peregrinos que acudieron a Roma dieron renovado prestigio al Pontificado y sanearon las maltrechas finanzas, posibilitando la reconstrucción de su influjo en la Cristiandad y la tarea cultural y de remodelación de Roma, todo ello iniciado por Nicolás V.
La reconstrucción de la autoridad pontificia y la aplicación de las necesarias reformas fue el objetivo esencial de las legaciones destinadas a diversos países europeos; brillantes por los medios desplegados y por las personalidades que fueron situadas a su frente, sus resultados fueron sumamente modestos. Nicolás de Cusa fue nombrado legado en el Imperio, cuya Iglesia ofrecía alarmantes síntomas de apartamiento de Roma; Juan de Capistrano en Europa central, actuales Austria, Bohemia, Polonia y este de Alemania, se enfrentó a dificultades similares, además del insoluble problema husita; el cardenal D'Estouteville trató, sin éxito, durante su legación en Francia, de sacar a la Iglesia de este Reino de la total dependencia de la Monarquía; Bessarión, en su legación en Bolonia, intentó, con mejores resultados, recomponer la autoridad pontificia en los Estados de la Iglesia.
La coronación de Federico III en Roma, en marzo de 1452, vino a dejar claro el eclipse imperial y, por contraste, el refuerzo pontificio. Una autoridad a la que no le faltaban enemigos y sobresaltos, como el que significó la conspiración de Esteban Porcaro, un visionario de las grandezas de la antigua Roma, que intentó un golpe de Estado republicano en los primeros días de enero de 1453, inmediatamente sofocado.
La unión con la Iglesia griega, tan brillantemente anunciada en 1439, no había pasado de ser una mere teoría; ni siquiera la agobiante amenaza turca facilitó la aplicación de la unión. Tampoco se logró, como pretendía Nicolás V, una acción de todas las potencies occidentales; la caída de Constantinopla sacudió a la Cristiandad que, durante más de un siglo, vivirá bajo la inminencia de un ataque turco y proyectara una Cruzada contra él, pero por el momento la llamada del Papa tuvo muy poco eco.
Era muy difícil una coordinación general cuando ni siquiera era posible lograr el apaciguamiento italiano: Nicolás V fracasó en ese intento a través de una conferencia general de paz. Este iba a venir por un camino inesperado. El triunfo de Sforza en Milán, aunque ofensivo para todos, resultaba mejor que la anarquía de la República Ambrosiana; pronto hubo secretos contactos entre Venecia y Milán que permitieron anunciar, casi por sorpresa, la firma de una paz entre aquellos Estados en Lodi (abril de 1454), a la que se sumó Florencia en agosto de ese año. Nicolás V y Alfonso V se sumaron a la iniciativa constituyéndose, en marzo de 1455, la "Liga itálica"; era un acuerdo general de paz, basado en un sutil equilibrio, cuyo principal objetivo era el cierre de Italia a la intervención extranjera, especialmente a la francesa.
Con resultados a veces modestos, el Pontificado iniciaba una ingente tarea de reconstrucción que había de tener también su vertiente cultural y su aspecto material, en la propia ciudad de Roma, que había de ser convertida en una ciudad digna del nuevo pontificado. Nicolás V abordó una ingente labor de ordenación urbanística y militar de Roma y del conjunto vaticano; se aunaban en esa preocupación la necesidad de convertir en un formidable bastión la residencia pontificia y de dotar a la ciudad de belleza urbanística.
Esos proyectos deciden el derribo de la ruinosa basílica de Constantino, el empedrado de calles, la construcción de acueductos y de puentes. Y también la creación de la Biblioteca Vaticana y el desarrollo de un poderoso esfuerzo de adquisición y copia de manuscritos, griegos y latinos, y un amplio mecenazgo sobre literatos y artistas.
La muerte de Nicolás V, en marzo de 1455, cortó prematuramente este chispazo renacentista; las obras emprendidas que, remodeladas, requerirían décadas para su ejecución, hubieron de detenerse. Su sucesor es Alfonso de Borja, Calixto III, un riguroso canonista, muy alejado de las preocupaciones intelectuales de su predecesor; la realización de la Cruzada contra los turcos será su gran preocupación llevada adelante con arrojo por este Pontífice de setenta y siete años.
El 15 de mayo de ese año promulgó una bula ordenando la predicación de la Cruzada, cuyo comienzo fue señalado para marzo de 1456. Se financiaría con una contribución especial sobre los bienes del clero y con las indulgencias, en cuya predicación se puso un celo especial, así como en impedir los abusos y fugas de dinero que se había detectado en ocasiones anteriores.
La respuesta fue extraordinariamente exigua y las tropas reunidas fueron, por ello, muy reducidas. Se armó una flota que permitió mantener algunas posiciones en el Egeo y se reunieron algunas tropas que contribuyeron al éxito de Belgrado frente a los turcos. Tuvo el grave inconveniente de producir las más agrias protestas contra las indulgencias, y alentar las amenazas de apelación al Concilio por parte de la universidad de París, y de prelados franceses y alemanes, especialmente.
El nepotismo de Calixto III, en parte imprescindible por la necesidad de contar con personas de absoluta confianza, fue causa de críticas importantes. No obstante, él mismo abrió menudos conflictos locales que obstaculizaron su propio proyecto de Cruzada.
Calixto III murió en agosto de 1458. Fue elegido para sucederle nada menos que Eneas Silvio Piccolomini, Pío II; humanista de extraordinario prestigio, bien relacionado con todos los príncipes, fervoroso conciliarista en su día y, desde los años de desbarajuste de Basilea, ardiente defensor de la Monarquía pontificia. Era una mezcla del humanismo bibliófilo de Nicolás V y el ardor cruzado de Calixto III, al que unía una ductilidad diplomática capaz de llevar adelante el proyecto.
Dispuso la predicación de la Cruzada, en octubre de 1458, y convocó a todos los Estados cristianos a un congreso en Mantua para prepararla; la respuesta fue tan mínima que prácticamente era una afrenta y la recaudación decidida sobre los bienes de clérigos, laicos y judíos levantó infinitas protestas. Francia protestó por el reconocimiento de Ferrante como rey de Nápoles, en detrimento de Renato de Anjou, y las demás Monarquías protestaron más que enviar apoyos.
Firme fue su postura en la condena del conciliarismo, que le obligó a efectuar una pública retractación de la defensa que de las tesis conciliaristas había hecho en sus años de juventud. Por la bula "Execrabilis", de 18 de enero de 1460, señaló como vicio execrable la apelación a la autoridad de los concilios; su posición contraria al Concilio le condujo a desconocer la negociación de Basilea con los husitas: en marzo de 1462, a pesar del riesgo de que Bohemia se apartara del Pontificado, se negaría a confirmar los "compactata" de Praga.
A pesar de todos los fracasos cosechados en la organización de la Cruzada, insistió en la idea hasta el último momento. Lo hizo nuevamente en septiembre de 1463, cuando parecía posible una colaboración de Venecia y Hungría, con apoyo del duque de Borgoña. El propio Pontífice se trasladó a Ancona para supervisar los preparativos de la flota cruzada. Allí le alcanzó la muerte, en agosto de 1464, convencido ya de que el proyecto era, nuevamente, un fracaso.
Con la muerte de Pío II se esfuma el proyecto de Cruzada, en su concepción medieval, inviable por su anacronismo. A pesar de las vacilaciones y de la profunda desunión de la Cristiandad, era evidente que se habían superado algunos de los conflictos y se había recuperado el orden en la Iglesia. El evidente triunfo del Pontificado reposaba, en gran parte, en el prestigio personal de quienes lo habían encarnado durante estos años; si éste quebraba, gran parte de lo logrado se desvanecería.